Los hijos del agua
“Son nuestros hijos, nuestros parientes, nuestros niños.” Con esa frase, el cardenal Carlos Castillo cerró la Cumbre Amazónica del Agua en Iquitos, respaldando la marcha de la llamada “Generación Z”1. La frase, repetida por los medios, suena paternal, incluso amorosa. Pero en política, el amor es otra forma de administración.
Spinoza ya lo sabía: el amor no es virtud, sino un afecto que busca perseverar en lo propio. Cuando un cardenal dice “nuestros hijos”, no describe un vínculo; asegura una obediencia. La juventud deja de ser multitud para convertirse en propiedad afectiva. No se los acompaña, se los reclama.
Schmitt lo entendería como una decisión de inclusión: marcar quién pertenece y quién no. Al declararlos “nuestros”, el poder eclesiástico traza el límite entre el adentro moral y el afuera político. Los jóvenes son absorbidos en el campo de los “nuestros”, antes de que puedan pronunciar su propio antagonismo.
Negri vería en esto una captura de la potencia constituyente. El cardenal convierte una energía difusa —la rabia, la presencia, el deseo de voz— en afecto administrado. La multitud se reduce a familia; la revuelta, a pastoral.
Y Agamben2 completaría la escena: la Iglesia actúa como oikonomía, una administración de gestos y cuidados. No necesita reprimir; gobierna por adopción. Declara a los manifestantes “niños” para incluirlos en el dispositivo del amor. Así, la protesta se transforma en un ritual de pertenencia, donde se los bendice, y al bendecirlos se los neutraliza.
Nada más funcional al orden (o a su ausencia) que el amor eclesial, que en este caso se convierte en la orden, es decir el abrazo que pacifica, la filiación que desactiva el conflicto. Los “hijos del agua” no desafían el poder; son su espejo líquido. En la teología del afecto del cardenal Castillo, la “rebeldía” se vuelve sacramento.
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“La oikonomía cristiana no destruye el poder, lo distribuye, lo administra y lo hace funcionar en el mundo bajo la forma del cuidado.” (Giorgio Agamben, El Reino y la Gloria) ↩