El ministro de Economía del Uruguay, Gabriel Oddone, presentó el presupuesto quinquenal como una propuesta “ambiciosa y audaz”. A primera vista, el discurso proyecta confianza y liderazgo. Sin embargo, lo que aparece como audacia en el relato es en realidad prudencia en la acción. El presupuesto evita nombrar los problemas estructurales más graves: la pérdida de competitividad portuaria, el alto costo de la energía, la conflictividad sindical, el cierre de industrias lácteas y la baja dinámica demográfica.

En su lugar, la narrativa se refugia en símbolos tranquilizadores: bienestar social, estabilidad institucional, una clase media fuerte. Estos elementos forman parte del repertorio identitario de Uruguay, que se compara siempre con sus vecinos para sostener una autoestima nacional: “estamos mejor que Argentina o Brasil”. Es lo que podríamos llamar un mecanismo de autoengaño colectivo. Aunque la juventud emigra y los precios internos agobian, la sociedad prefiere aferrarse a la ilusión de ejemplaridad.

El Estado Uruguayo no reconoce abiertamente sus problemas estructurales ni los incorpora en el diseño presupuestal mediante un Presupuesto por Resultados (PpR), por ejemplo. Este sistema obligaría a relacionar recursos con metas específicas y verificables. Con este instrumento el aparato burocrático obtiene una institucionalidad que enfrenta los nudos críticos con indicadores y programas concretos. En Uruguay, en cambio, el presupuesto sigue siendo contable y administrativo, sin mecanismos que midan impactos o aseguren rendición de cuentas.

De este modo, la crudeza de la realidad no se asume como parte del proceso político; en Uruguay, el presupuesto se convierte en un espejo que devuelve una imagen idealizada de bienestar. Esto explica por qué, en la práctica, el presupuesto uruguayo cambia poco la vida de los ciudadanos. Su función principal no es transformar, sino preservar: evita un shock de confianza y sostiene el mito de una sociedad estable, aunque las bases materiales se debiliten.

El ministro habla de ambición y audacia, pero carece de institucionalidad para traducir esas palabras en resultados. La consecuencia es un ciclo de continuidad simbólica: el ciudadano percibe que todo sigue igual, mientras las oportunidades reales se desvanecen. Lo que falta no es audacia en el discurso, sino un proyecto capaz de enfrentar los problemas estructurales.