Uruguay: un Estado de fachada institucional
Por décadas, Uruguay ha cultivado con esmero una reputación internacional como ejemplo de estabilidad democrática, fortaleza institucional y seguridad jurídica. Sin embargo, detrás de esa imagen pulcra se esconde un Estado que, en su funcionamiento real, ha normalizado la ausencia de rendición de cuentas, la opacidad en el uso de fondos públicos y la captura de decisiones estratégicas por parte de redes político-empresariales.
Una cadena de casos —Pluna, Gas Sayago, el contrato con UPM2, el Ferrocarril Central, el Proyecto Neptuno y recientemente las patrullas oceánicas contratadas con Cardama— evidencia un patrón persistente de gestión presupuestal opaca, ausencia de controles efectivos y captura de decisiones estratégicas por redes político-empresariales. En todos ellos, se repite una estructura común: decisiones tomadas en nombre del “interés nacional” o la “urgencia”, sin evaluación técnica transparente, sin control parlamentario efectivo, y con responsabilidades diluidas o directamente inexistentes.
Lejos de ser errores aislados o negligencias administrativas, estos episodios constituyen una forma estructural de gobierno sin rendición de cuentas, donde el uso de recursos públicos es decidido sin garantías republicanas básicas. La “estabilidad institucional” y la “seguridad jurídica” que Uruguay promociona en los foros internacionales resultan ser mitos funcionales al mantenimiento de privilegios y a la protección de acuerdos entre élites políticas y empresariales, mientras los mecanismos reales de fiscalización y sanción brillan por su ausencia.
Estos casos deben ser leídos no como excepciones, sino como síntomas de un régimen político que ha renunciado al control ciudadano sobre el gasto público, permitiendo que grandes operaciones estratégicas se definan en oficinas cerradas y sin consecuencias cuando se vulnera el interés general. La corrupción no es aquí un desvío del sistema, sino una manifestación normalizada de su lógica profunda.
Lo más preocupante no es solo la flexibilidad jurídica selectiva, sino también la naturalización de la impunidad. Ningún responsable político, técnico o empresarial ha rendido cuentas por los enormes costos fiscales o sociales de estos proyectos fallidos o manipulados. En un país que se vanagloria de su institucionalidad, la ausencia de sanción se ha convertido en una constante, y el principio de legalidad ha sido sustituido por una lógica de conveniencia y pacto entre élites.