El Estado descarrilado

El reciente intento del alcalde de Lima por activar un servicio de tren hacia Chosica, en beneficio de los sectores populares¹, ha dejado en evidencia que el Estado peruano no opera en función de la necesidad pública, sino en torno a la conservación de la norma como fin en sí mismo. No es la satisfacción de derechos o la resolución de necesidades de los ciudadanos lo que orienta el aparato estatal, sino la reproducción de su propio lenguaje y sus dispositivos de control.

En lugar de reconocer la urgencia del transporte para la población que viaja largas distancias todos los días, la respuesta estatal (a través del Ministerio de Transportes, la Contraloria e incluso sus medios de comunicación) ha sido la persecución ² ³: Lopez Aliaga es acusado de no respetar las regulaciones, se buscan irregularidades en la donación del material rodante, y hasta el tren mismo como máquina es objeto de sospechas. Se criminaliza la acción pública directa de la Municipalidad porque desenmascara el sinsentido de la burocracia: sus agentes no saben actuar fuera del papel de traductores de normas que, al no estar diseñadas para resolver necesidades reales, los convierten en inútiles cuando alguien actúa con sentido de urgencia.

Este hecho pone al desnudo que el verdadero poder del Estado y sus medrosos funcionarios no reside en su capacidad de ejecutar, sino en el monopolio de la mediación jurídica y administrativa. Cuando alguien desborda ese cerco –aun con todas las limitaciones o errores que pueda cometer– activa la defensa automática de los burócratas, que busca defender la forma, no la función. Por eso no se discute cómo hacer viable el servicio, sino cómo detenerlo.

En el fondo, el alcalde de Lima y su tren representan un cuerpo extraño que amenaza con subvertir la autoridad burocrática, que por lo que se observa es una autoridad basada no en el servicio sino en el trámite; no en el acto político sino en el expediente.

Referencias