El flâneur limeño no es invisible
Descripción del flâneur1 limeño
El flâneur limeño no es invisible: su cuerpo, su clase, su color de piel y su género importan en el espacio urbano. En Lima, flâner es exponerse. En Lima, flâner es un acto vigilado. Pero también es una forma de recuperar agencia sobre el espacio, de reclamar el derecho a observar, sin tener que consumir o rendir cuentas. En esta Lima de fragmentos y muros invisibles, el flâneur negocia su derecho a estar. Su paseo se convierte en interrogación: ¿Qué tan largo es mi recorrido antes de que alguien me lo impida?
La Lima que observa desde los canones foráneo del flâneur está ya poblada por imágenes prefabricadas. No necesita descubrirla: ya la ha leído en reportajes de The Guardian, en documentales de Netflix, en estudios etnográficos bienintencionados. Son muletillas del relato progresista, no personajes complejos. No incomodan, no contradicen — confirman lo que ya se quería decir. El verdadero observador situado no consume tipos, sino que los descompone. No camina para ver lo que ya sabe, sino para desarmar las categorías aprendidas.
El flâneur en la cultura chicha peruana no es observador, es partícipe. Camina no para contemplar, sino para probar suerte, tantear espacios, leer precios, saltar entre actividades. No es testigo de la ciudad: es su productor informal, su decorador improvisado, su esteta popular.
Por eso el flâneur limeño no pasea sino resuelve, es tortuga y zorro, criatura de callejón, de esquina, de oportunidad. El tiempo no se expande se acelera y se recorta. Y en ese vértigo, no hay aura hay oportunidad, hay calor, hay riesgo. El orden ha muerto, pero eso no significa que no haya estructura, mas bien hay miles de ellas, cambiantes, vibrantes, impredecibles. El flâneur en Lima lee patrones dentro del ruido, adapta sus rutas a la urgencia del día y a los ritmos del cuerpo, porque la flânerie en Lima no es lineal ni nostálgica.
En Lima no hay “ruta escénica”, pero hay miles de trayectorias posibles, todas llenas de signos vivos, mutantes, contradictorios. Lima no es una ciudad para perderse como quien sueña, sino para desviarse como quien sobrevive y se reinventa.
La práctica del flâneur en Lima norte
En Lima, no se camina: se avanza, se resiste, se rebota. El flâneur, ese personaje burgués que deambulaba por los pasajes de París con una tortuga como compañera, aquí no sobrevive a la garúa ni al claxon. En Lima, el flâneur maneja. Se mueve en carro —no por comodidad, sino por obligación—, pero no deja de observar. Mira la ciudad desde el parabrisas, con la radio encendida, el vidrio abierto y el cuerpo en tensión. Es un flâneur atrapado en el tráfico, que en lugar de escapar, aprende a leer la ciudad desde el volante.
Una de sus rutas favoritas lo lleva al norte: Canta Callao, ese nudo caótico donde el norte popular se encuentra con los camiones, los mototaxis, los mercados y la expansión sin nombre. Ahí, el flâneur no busca arquitectura ni museos. Busca sabor, olor, historias servidas en platos de plástico.
Primera parada: “El Buen Sazón de Doña Mary”, esquina de Canta Callao con Universitaria. Arroz con pato y chicha natural, servidos desde una cocina adaptada a tráiler. El humo avisa desde lejos. Comer aquí es aceptar el pulso de la ciudad.
De noche, aparece “Anticuchos La Negra Maruja”, carretilla móvil con rachi, corazón, papas doradas y ají casero. Se come de pie o desde el asiento del carro, con la luna llena entre cables.
En las mañanas, el flâneur carga su alma con un caldo de cabeza en “Los Siete Caldos”, un puesto que no tiene dirección ni rótulo, pero sí clientela fiel. La cucharada calienta más que cualquier calefacción.
Hay también chifas improvisados como “Fong Chin”, donde el aeropuerto llega en cinco minutos, y pollerías como “Doña Gladys”, donde la leña habla antes que el mesero chamo. Todo es rápido, fuerte, sin ornamento. Comer es flâner con la boca.
Canta Callao no tiene vitrinas, pero tiene señales. El flâneur que sabe mirar encontrará ahí no solo comida, sino un retrato brutal y delicioso de Lima. Una ciudad sin descanso, sin orden, pero llena de rutas posibles. Y todas, si se tiene hambre y paciencia, terminan en un buen huarique.
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El concepto de flâneur se toma de la siguiente referencia: Coverley, M. (2006). Paris and the rise of the flâneur. En Psychogeography (pp. 57-79). Pocket Essentials. ↩