Infraestructura y ciudadanía: Nuevo Aeropuerto Jorge Chávez
La inauguración del nuevo terminal del aeropuerto Jorge Chávez no solo ha expuesto fallas logísticas propias de una transición compleja; ha revelado un empleo de la técnica y la política en la relación entre ciudadanía, Estado e infraestructura. Tras su apertura, los medios de comunicación han sobredimensionado problemas iniciales —como señalización insuficiente, pasajeros desorientados o cancelaciones puntuales de vuelos—, presentándolos no como parte de una curva de aprendizaje razonable, sino como pruebas concluyentes del fracaso institucional.
Esta reacción no es inocente. Responde a una estrategia tecnopolítica, entendida como “la práctica estratégica de diseñar o usar tecnología para constituir, encarnar o realizar fines políticos” (“Technopolitics is the strategic practice of designing or using technology to constitute, embody, or enact political goals”) (Hecht, 1998, p. 15)1. En el Perú, los medios han activado esta lógica para transformar un hito infraestructural en un espectáculo de disfunción, debilitando la confianza pública no solo en el operador privado (LAP), sino también en la promesa estatal de desarrollo.
Simultáneamente, se produce una infantilización cultural de la ciudadanía. Los pasajeros son retratados como incapaces de orientarse, confundidos por la señalética, necesitados de acompañamiento estatal o empresarial —como si la condición de ciudadano fuera puramente pasiva, merecedora de protección ante cualquier incomodidad. Esto evidencia una paradoja en las expectativas públicas: se idealiza la infraestructura como solución mágica a las carencias nacionales, pero sin aceptar que su funcionamiento implica transformaciones sociales, adaptación y aprendizaje colectivo. Cuando la realidad introduce fricción, la fantasía se desmorona y la frustración se convierte en ataque político.
Esta contradicción nace de una sobrecarga simbólica impuesta sobre la infraestructura en el Perú. Proyectos como el nuevo aeropuerto no son entendidos solo como sistemas funcionales, sino como portadores de redención nacional, modernización e incluso orgullo patriótico. Cuando estos sistemas no cumplen de inmediato con ese mandato simbólico, se activa un ciclo de decepción, polarización y acusación.
Tal como señala Timothy Mitchell, los procesos técnicos y los regímenes energéticos —y por extensión, cualquier sistema infraestructural— no son simplemente medios de producción, sino que moldean las formas posibles de la política democrática: “The technical processes of energy production, the structures of the carbon economy, and the forms of expertise that accompanied them helped to shape the very possibilities of democratic politics.” (Mitchell, 2011, p. 6)2. Así, la infraestructura es también un campo de disputa sobre qué formas de gobierno y ciudadanía son posibles o legítimas.
En resumen, la cobertura mediática del nuevo aeropuerto no solo revela una crítica institucional, sino que dramatiza la fragilidad del pacto social alrededor de la modernización peruana. Mientras los proyectos tecnopolíticos no se articulen con procesos de maduración cívica, justicia cognitiva y autonomía vernácula, el país seguirá atrapado en un ciclo de fetichismo infraestructural.